YEREVÁN, ARMENIA. Jueves, 10 de abril de 2016. O lo que es lo mismo, de Irán a Armenia. Lo primero que aprendí en Armenia es que todo es cuestión de perspectiva. Después de estar treinta días con la cabeza cubierta por un hijab, sin probar una gota de alcohol, sin mover el esqueleto, comportándome con decoro en Irán y sufriendo acoso y agresiones físicas y verbales, llegué al paso fronterizo de Agarak, entre Irán y Armenia. Estuve cuatro horas pasando insufribles controles policiales y militares hasta pasada la media noche. El coche apenas arrancaba, cada control era una agonía. Pero repentinamente me vi de madrugada, sin hijab, en un motel de carretera, con un grupo de armenios que hablaban ruso, bebiendo vodka hasta vomitar y jugando al póker.

A la mañana siguiente fui a arreglar el coche al primer taller que encontré en Agarak. Todos hablaban ruso. Esperé en una cabina militar repleta de botellas de vodka vacías y pósters de chicas medio desnudas. En 24 horas pasé del hijab al desnudo. Del té al vodka. Del Takhteh al póker. Del farsi al ruso. Del acoso a la paz.